No me di cuenta de lo mal que estaba hasta que de repente me vi tomando turno en un laboratorio clínico, ¿Cómo es que había llegado ahí?, esa pregunta me la hacia una y otra vez hasta que fui interrumpida por la enfermera, que pronunciaba mi nombre para pasar a que me tomaran muestras de sangre. Todo me resultaba ya familiar, las recepcionistas, el extraño olor que provenía de los cubículos en donde te pasaban para tomarte las muestras, el policía de la entrada y hasta el protocolo a seguir cuando un nuevo cliente entraba por la puerta principal para registrarse en la base de datos del laboratorio clínico.
–Pase por aquí, me dijo. Me levanté del sillón que se encontraba en un rincón de la sala de espera y observé mi celular, el reloj marcaba 8:40 a.m y pensé que era muy temprano para mi, una chica de tan solo 22 años quién acostumbraba despertar a las 9 a.m. y llegar tarde a su clase de las 10:00 a.m., pero al final de cuentas ahí estaba, lista para entrar a ese pequeño cubículo en el cual me sacarían sangre, actividad que no es de mis favoritas y que de hecho está en la lista de cosas que odio y no tolero hacer, pero en fin, me dirigí hacia el cubículo y sin mirar atrás, tratando de no pensar en la fina y larga aguja que atravesaría mi piel y mi desafortunada vena , –la cual proporcionaría sangre–, cerré mis puños y entre.
En cuanto entre al pequeño cubículo, ya resignada y pensando que era muy necesario el que me extrajeran sangre, me encontré como con siete u ocho pequeños tubos, los cuales llevaban mi nombre en una etiqueta, llenos de anticoagulante, junto a estos, la aguja, la cual me hizo pensar en salir corriendo del laboratorio y regresar a casa y meterme a mi cama debajo de mis sábanas, las cuales cuando pequeña, eran mi escudo protector infalible contra fantasmas, vampiros, hombres lobo y al payaso ESO, pero esta vez me protegería de esa gran y larga aguja que pareciera ser que me atravesaría el brazo por completo. Pero al final de cuentas, no fue así, me senté y trataba de engañar a mi mente, mientras la enfermera me decía con un tono imperativo que me subiera la manga de mi sudadera, no pensar en esa gran y fina aguja. La enfermera sacó una liga y sujeto mi brazo con ella, comenzó a buscar una “vena buena” como dicen ellos, y sin más ni más, oh dolor, la aguja estaba entrando, ¡Carajo!, pensé. Y cerré mis ojos muy fuerte. Y empezó. “El vaciado de sangre”, así lo titule. Tubo tras tubo, sólo medio veía, porque en realidad no quería ver, pero mi curiosidad como siempre me carcomía por dentro, vi la sangre fluir y fluir, tubos llenándose de sangre y más sangre…
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