Me encuentro en un restaurant
de cortes argentinos, uno de los más caros de la ciudad, en donde se encuentran
mis padres, mi hermana y el papá de mi hija Daniela.
–¿Está muy buena la carne?,
dijo mamá.
–Uno de los mejores cortes
que he probado, le respondió papá.
Yo, con una mirada triste,
juego con mi comida, si, un mal hábito pero trato de concentrarme en la vana
plática de mis padres, pero me es imposible, ya que no hay algo más que pueda
ocupar mi mente que no seas tu...
Si, tú. Esa constante en mi
vida que lleva nueve años yendo y viniendo, como los huéspedes que regresan
después de mucho tiempo al mismo hostal.
–¡Fernanda!, me grita mamá.
–Dime, le conteste. Mientras
jugaba con el tenedor.
–¿Qué te pasa?.
–Me siento mal, lo siento.
Siento una mirada muy fija.
Es la mirada de mi hermana. Y noto en su rostro un gesto de compasión. La miro
y le regalo una sonrisa de resignación.
Realmente ya me quiero ir; y
no es sólo porque no me guste la carne, o no me guste compartir tiempo con mi
ex esposo, no, sino es que quiero llegar a casa, ponerme mis audífonos y
escuchar música, la cual estoy segura que me regalará unos momentos de paz y
más que nada, una visión aunque un tanto borrosa e incierta del día en que te
vuelva ver y recostarme en mi cama; escuchar canciones tristes y melancólicas
que me hieran tan sólo lo suficiente para percibir esa sensación de nostalgia
que me provoca tu aroma en mi almohada, tu risa impregnada las paredes y las
caricias que dejaste en mi piel.
Daría todo, incluso hasta más
para poder estar a tu lado y poder rozar tan sólo un poco tu mano y escucharte
decir “Te amo”.
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