lunes, 28 de noviembre de 2011 1 comentarios

Ropa en el armario


–¿Acaso importa?
–No lo sé. ¿Te importa a ti?
–Yo sólo quiero mis cosas de vuelta, en especial mi ropa.
–Ya no tengo nada. Tiré todo. Todo.
–¿Cómo que todo?¿Tiraste todo?¿Hasta mis chamarras de piel?, me dijo, mientras apretaba la quijada.

Dudé.

–Creo que sí, yo recuerdo haber tirado todo.

Era mentira,  las tenía guardadas en el armario de lo que solía ser nuestra habitación. Escondí sus chamarras , junto con la esperanza de que algún día él regresará. Ahí, en un rincón olvidado, entre mis abrigos, esos que usaba en las noches de invierno que pasamos juntos y las faldas que muchas noches adornaron la sala de su casa.

–¿Cómo pudiste hacer eso?, sabes perfectamente lo mucho que me costó esa ropa.
–Lo siento, es que en verdad no pensé que te importara. Dejaste muchas cosas aquí y nunca preguntaste por ellas hasta hoy. Sabes que odio acumular cosas que no me sirven para nada.

Mentí de nuevo. Claro que le importaba y yo lo sabía perfectamente. No había conocido a hombre más materialista que él. Sabía que sería un gran pretexto para volverlo a ver y tal vez suplicarle una vez más que regresará conmigo.

–¿Por qué no me dejas buscar hoy?, a ver que encuentro y mañana te marco ¿Está bien?

Me contestó el silencio.

–Tal vez estoy confundida y he de tener alguna que otra prenda por ahí. Tal vez no todo está perdido, así como…
–¿Ya vas a empezar?
–Yo sólo decía.
–Siempre dices, ¿Te das cuenta?

Me enfadé.

–Olvídalo.
–Recuerdo haber dejado unos zapatos negros también.
–¿En serio? No recuerdo haberlos visto.

Mentí otra vez. Ocasionalmente los lustraba. Me recordaban tanto a nuestra cena de graduación. Esa noche, en donde a la hora del brindis, agradeció a Dios por tener el apoyo y el amor de su nueva familia, ósea yo y nuestra bebé. Enfrente de todos nuestros compañeros y más que nada, de esa zorra barata, con la cual me engaño años atras. Me sentía tan orgullosa, como una niña que se queda con la muñeca más bonita, así, fui coronada con el triunfo de haberme quedado con él y más aún, de haber tenido un bebé juntos. Se lo restregaba en la cara cada vez que podía a la zorra barata de Laura, y esa noche fue tomando a mi novio-esposo del brazo.

–Tu nunca te acuerdas de nada, de la ropa ni de los zapatos y seguramente mucho menos de la forma en que destruiste a nuestra familia.

Callé.

–Ya Rafael, sé que no puedo cambiar el pasado. Lo único que puedo hacer es mejorar en el presente no volviendo a cometer el mismo error. Claro, si estuviéramos juntos.

El silencio se hacia participe de nuestra conversación.

–Bueno, ¿algo más que quieras?
–Sí, mis camisas y mis pantalones.
–Eso creo que no lo tengo.

Me estaba volviendo experta en el arte de la mentira, por supuesto que lo tenía.  Todo estaba planchado y doblado en sus cajones. Esos que nunca me atreví a vaciar, al igual que a mi corazón de todo el amor que le tenía.

–¿Cómo es posible? Es mucha ropa y no tienes ni un calcetín.
–¿Calcetines? No, esos se los di a Coby y creo que solo quedan tiras como recuerdo de lo que un día fueron.

Deseando profundamente que sus manos pudieran atravesar el auricular para estrangularme, me dijo –Dime que tienes mi playera del Barcelona, por favor, en serio, no juegues con eso.

–¿La de los monitos que van tras el balón como loquitos?¿Una azul con rojo?

Volví a dudar.

–No, creo que no la tengo. Se la di a mi tía Susy para que se la diera los niños de la fundación. Les encanta ese jueguito de la pelota.

Me gané el titulo de mentirosa certificada. Y lo mejor –o peor, según sea el caso–, es que me creía todo. Escuchaba como sollozaba y se mordía una mano para no explotar de coraje. Obviamente la tenía, y  la usaba para dormir casi diario. Me gustaba pensar que llegaría después de trabajar y me encontraría acostada en la cama, vistiendo solamente esa playera y me haría el amor, sin dejarme decir absolutamente nada. Así, como a él le gustaba tenerme todas las noches.

–Entonces, tu no tienes nada, nada de nada.
–Ya te dije, que me dejes revisar.
–No. ¿Sabes? Olvídalo. Ya no importa.

Mi corazón sufrió una helada intensa y antes de poder decir algo, sólo éramos el sonido de la línea telefónica y yo.
miércoles, 19 de octubre de 2011 0 comentarios

Quiero llegar a casa


Quiero llegar a casa
y vaciar toda mi tristeza
en las sábanas de nuestra cama.


Quiero llegar a casa
y verte tendido en la desidia
hipnotizado por las horas muertas
de ayeres putrefactos.


Quiero llegar a casa
y entregar el luto
que mi pecho anida.


Quiero llegar a casa
y ver que todo esto es sólo una mentira.
martes, 18 de octubre de 2011 0 comentarios

¡Amén!


Son las nueve de la mañana y Benito despierta. El sudor cubre su cuello y su ancha frente repleta de arrugas y manchas cafés. La primera imagen que se le viene a la mente es la de Santiaguito –santo patrono de Izúcar de Matamoros; postrado en su blanco corcel, mientras sostiene una espada, con la capa saturada de fotografías, mechones de cabello y billetes.

Entre un montón de libros viejos de teología y cartas sin abrir de algunos feligreses en busca de algún rayo de redención, Benito busca el discurso que ofrecerá en la misa de hoy. Es el discurso del padre Federico, quién fuera su antecesor hace ya algunos meses antes de morir por problemas en el hígado –de tanto escanciarse el vino de la iglesia–. Ese gastado discurso, que año con año, es sacado del olvido y leído con lozanía ante todos los devotos que asisten a la misa en honor de Santiaguito –que son aproximadamente los ciento cincuenta habitantes–.

Todavía con el sueño trepado en la cabeza, se dirige a la cocina y abre la vieja nevera que aún se resiste a ser substituida. Dentro de ella sólo hay un par de blanquillos y media jarra de leche –algo amarillenta–, sin meditarlo mucho, toma la jarra de leche y comienza a buscar dentro de la alacena alguna taza limpia para servirse. Pero lo único que logra encontrar es un par de cucarachas que se esconde en la oscuridad de las esquinas del mueble –Son como los retrasados mentales, los que deambulan por los traspetos de la iglesia, escondiéndose de los demás, en la oscuridad, porque nadie los quiere. Ese es el único lugar que la sociedad les da en realidad– dice decepcionado, mientras comienza a beber de la jarra directamente.
La agriedad de la leche penetra sus papilas gustativas, se desliza por su garganta quemando las paredes de esta y llega al estómago, el cual ruge de inconformidad por la basura que yace en él, –Basura, como la esperanza que piden que les de a cualquiera de sus desahuciados problemas existenciales–se dice así mismo.

Ya bien despierto, Benito se mira en el espejo de su tocador. –Si es que existes, dame la fuerza necesaria Señor, susurra. Se persina y observa las empolvadas imágenes que cuelgan de las viejas paredes de adobe, buscando en los ojos de aquellos santos y mártires una señal de perdón. Regresa a la cocina a limpiar los trastes sucios que desde hace 5 días se cubren de moho. Sin tener suerte, se dedica mejor a acomodar toda la maraña de cartas viejas, fotografías de años que fueron tragados por el seminario y retiros, una que otra medalla al merito que llegaron a él durante su servicio al frente.

Las manecillas del reloj le hablan de que las once se acercan, así que toma el discurso, lo dobla y lo mete entre su habito.

Benito camina entre las bancas de la capilla y comienza a quitarse la mugre que anidan sus uñas. Mira hacia la imagen de Santiaguito y se pone a pensar en lo mucho que aborrece a sus feligreses; esas madres argüenderas que lo buscan cada tres días para pedir consejo sobre sus hijos adolescentes, a los campesinos que acuden a orar por la lluvia que no ha caído sobre su tierra yerma, a los ancianos que pasan la mayor parte del día sentados en las bancas durmiendo –contaminando con su hediondo aroma toda la capilla–, a la viuda demente que va diario a confesarse –contándole la misma historia desde que él reside en Izúcar–, a los niños mendigos que frecuentemente entran a pedir una rebanada de pan. Benito está cansado de ver la injusticia divina caer sobre las espaldas de estos entes que rondan el templo en busca de palabras vanas y efímeras de aliento. –Todas son almas sin arreglo, sin salvación. ¿Para qué prolongar su sufrimiento?, le pregunta a la gran imagen de Santiaguito. –Dime, tú que resguardas todas estás almas en pena, ¿Para qué? ¿Para qué seguir vagando así?

Su monólogo interior es interrumpido por el conserje de la iglesia, quién le dice que subirá a tocar las campanas. Benito asienta la cabeza. Se dirige a preparar las ostias y el vino, por que la hora se aproxima.

La gente comienza a llegar; entra cantando himnos de alegría y de perdón mientras carga en sus hombros todo tipo de ofrendas –desde flores hasta mole–.

Hombres, mujeres, niños y ancianos llenan las bancas del templo de Santiaguito. La fe y el agradecimiento se escurren de los ojos de unos cuantos. Benito sube al altar y recorre con la mirada a toda la congregación, traga un grumo de saliva y llena sus pulmones con el hediondo olor que flota en el aire.

Las piernas le tiemblan un poco, pero sabe que es lo mejor para todos. Pide una oración por todos los presentes y por sus pecados, por los que ya no están y por la gloria –que según el protocolo marca– les espera al final de la vida en la tierra. La misa comienza y con ella el final.

Benito le da lectura a salmos y versículos especialmente seleccionados para la celebración, mientras que hace un recuento de las frentes agachadas pidiendo redención a sus pecados. Prosigue con el discurso del padre Federico, impregnándose de la devoción que yace en la mirada de cada uno de los devotos. El protocolo eclesiástico continúa, al igual que la cuenta regresiva que los acerca –según Benito– a la paz eterna. –Esta es la sangre de Cristo, que fue derramada para la salvación de la humanidad, consagremos el cuerpo y la sangre de nuestro Señor–.  El sudor aparece de nuevo y rueda por la papada de Benito, el tiempo se suspende y el sonido se turba un poco. Una cuenta regresiva nubla su mente y todos contestan en forma de coro
–¡Amén!

Benito sonríe, mientras la espada de Santiaguito atraviesa su pecho, cayéndole desde arriba.


jueves, 13 de octubre de 2011 0 comentarios

He tenido días mejores


Nunca había odiado al sol como hoy; es de esos días en que te calcina los ojos con sus rayos y te calienta la cabeza tanto que un huevo podría cocinarse al instante. Pero bueno, el tiempo ya estaba pisándonos los talones y todavía empezaba a tachar de la lista de pendientes las cosas que debía hacer. Hoy es jueves y debo asistir a una reunión ñoña y sosa, con una bola de viejos decrépitos y alego céntricos, intentando ser disque escritores. Preferiría ir a misa y pasar a leer una lectura de esa recopilación de cuentos ficticios llamada Biblia, pero ni modos, el silencio tiene precio y es un precio que estoy dispuesta a pagar.
El asfalto hervía y la gente atorada en el tráfico estaba más alterada e histérica de lo normal; los claxons de los coches ensordecían mi voz interna, la cual me estaba jodiendo la existencia, ya que cada vez que veía el reloj, me recordaba lo tarde que ya era y las caras de aquellos mequetrefes enojados por mi impuntualidad. Realmente no comprendo que ganan con pitar tanto, es como si pensaran que sus claxons fueran tan poderosos que las ondas de sonido que estos producen pudieran mover a aquel imprudente que se estaciona en doble fila o al tarado que va a veinte kilómetros por hora. –¡Bienvenida a Puebla!, le dije a mi hermana. ¡Próximamente vivirás en la ciudad de los mochos y espantados; fresas y mamones; de los pipopes!, exclame. Ella sólo volteo a verme y dijo –Ash.
Veinte minutos después de estancarnos en un mar de autos, llegamos a nuestra primera parada; Sam’s Club. Mamá desplego una enorme lista  de las cosas que debíamos comprar; Cloro, detergente, jabón, contenedores de plástico, leche en polvo etc, etc. Realmente no preste mucha atención a las cosas que había en el almacén, porque me da flojera eso de ir de compras, simplemente entro por lo que quiero comprar y ya, no me distraigo como las demás personas que terminan comprando cosas que seguramente ni necesitan. Al terminar la búsqueda exhaustiva del los contenedores de plástico, el tiempo ya estaba prácticamente arriba de nosotras, pero el destino, como siempre, nos jugó una broma de mal gusto, ya que un estúpido cajero no nos cobro un contenedor de plástico y mamá tuvo que regresarse a que el tarado enmendara su error. Diez minutos de mi vida desperdiciados ahí. Finalmente, nos fuimos. –Mamá, llévame a la agencia, ya es tarde. Mi mamá como buena mamá que es, me llevó a la agencia. La junta ya había comenzado, aunque nadie se extraño de que llegará tarde, ya que generalmente nadie llega a la hora acordada. –Los pendientes para esta semana son estos, señalo mi colega. ¡Una hora productiva al fin!, pensé. Dieron las 3:30, me despedí de mis colegas. –¿Vas para el centro?, preguntó uno de mis amigos.
–Sí, pues vámonos juntos…no traigo auto, mi mamá está en la ciudad y pues…
–No te preocupes. De todos modos, no voy muy lejos.
Salimos de la agencia y el cielo se oscurecía; a mi no me preocupó, porque ya días atrás había pasado lo mismo y ni una gota de agua en el piso. Ya en la puerta de las oficinas a donde se dirigía mi amigo, él me preguntó…
–¿Traes paraguas?
–No, ¿Por qué?, le pregunte extrañada.
–Yo calculo que como en media hora empezará a llover, afirmó.
–Si, si traigo paraguas, le dije, burlándome de él.
Nos despedimos y continúe con mi camino, mientras me reclamaba a mi misma porque no había tomado un taxi, ya que parecía que entre más avanzaba el cielo se tornaba más negro, las primeras gotas de agua no tardaron en caer.
–Carajo, dije. Y apresuré el paso. Ya sobre la 16 de septiembre y 13 poniente el aguacero me sorprendió por la espalda. Todos corrían a refugiarse, menos yo, que necia seguía caminando. Pase la 11, 9, 7 y 5 poniente con más pena que con gloria, estaba completamente mojada, en mis zapatos nadaba basura y agua puerca, mis pantalones eran como esponjas, absorbían todas las gotas que con ellos rozaban. Al llegar a la 3 poniente me quise hacer la lista y pensé, si me voy por los portales quizás ya no me jodera tanto esta lluvia y así fue, sólo que no contaba con la cantidad de gente que en ellos se refugiaban. Ahora no sólo tenía que cuidarme de la lluvia, sino también de los pinches rateros que esperaban el momento adecuado para bolsearte. Crucé Reforma y ahí fue cuando comencé a ver la luz, cuatro en punto marcaba mi reloj. Ya estaba a una cuadra de mi destino, así que apresuré el paso. Más tarde en planear mi ruta que en llegar. Cuando me di cuenta ya había llegado.
Y ahí estaban mis compa-ñeros, hablando sobre sus logros con circo, maroma y teatro, –Pinches mamones, pensé. Llegué y puse la mejor cara posible, aunque eso de ser hipócrita nunca se me ha dado, y con toda la bola de pendejadas que me habían pasado antes de llegar, apenas pude hacer un gesto de alegría.
–Buenas tardes, les dije. Y tomé asiento. Me senté en la cabecera, para no estar en medio de su plática estúpida y sosa. Mi presencia fue prácticamente imperceptible, seguían hablando de pendejadas egocentristas. En verdad que no quería estar ahí, pero sabía que si no asistía a la reunión, el idiota que me dejó la nota en mi casillero aquella tarde, en donde me amenazaba con decirle a la directora del instituto quién había boicoteado la entrega oportuna de los cuentos, los cuales serían parte de esa estúpida antología. ¿Y porqué mi cuento no?, son unos incultos que no saben apreciar la literatura de verdad. En realidad no entendía nada, pero sabia que tenia que estar ahí, ya que tenía mucho en juego; si mi secreto fuera revelado perdería el apoyo de mi padre, quién nunca había estado orgulloso de mi hasta el día que se enteró que seguiría sus pasos como escritor. ¡Carajo!, según yo no había dejado ningún cabo suelto, lo tenía muy bien planeado, ¿Quién de todos estos cretinos era el chantajista cobarde? Sospechaba de todos, pero a la vez de nadie, ya que todos actúan como siempre actúan, como unos mentecatos ególatras. Mientras los observaba fijamente, esperando a que alguien me sostuviera la mirada, una mano pesada tocó mi hombro.

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Este potrillo



CENTRAL DE AUTOBUSES. CAFETERÍA DE LA CENTRAL . MEDIODÍA.


Luis (hablando por celular, meloso): Si mi amor, si. Ya estoy aquí, te estoy esperando. Tu estate tranquila ¿si corazón?. ¿En cuánto tiempo llegas? ¿20 minutos? Ok. Aquí te veo. Si, yo también te extraño. (fastidiado) Que si bebé. Ok. Si. Besitos. Adiós. (cuelga el celular). ¡Pero quién me manda a estar tan guapo! ¡Si! ¡Chulada de hombre, soy tan espectacular que no puedo ser sólo de una! Y aunque el de allá arriba trate de abusar de mi suerte, saldré bien librado de está. Por un lado está Dalia, ¡oh Dalia! Exquisita flor, ardiente y sin pudor, tan libre y tan testaruda.  Revoltosa e indomable, que se fue a refundir por toxicómana con toditos sus demonios a Oceánica, pero que nadie sepa, ¡imagínense! ¡Que escandalo sería!, la hija del señor importante una drogadicta, ni pensarlo.  Cinco años hemos compartido. ¿Su familia? En mi bolsa ¿y su dinero? Pues también en mi bolsa. ¿Mi destino? Casarme con ella, como dice mi mamá –Nos va a sacar de pobres–.
(Suena su celular, contesta) ¿Bueno? ¡Ah Lorena! ¿Cómo estás? Si, si, en la central estoy esperando a (dudando) mi tía. Si, mi tía, la de Alvarado. ¿Qué? ¿Tienes que decirme algo importante? ¿Vienes? ¡¿En Luis5 minutos?! ¿Y si mejor…? Pero… Está bien amor. Aquí nos vemos. (Cuelga su celular) ¡Me lleva la chin…! ¿Y ahora? Era Lorena. Necia, necia, necia. (tono pervertido) Hay mi Lorena, mi perla blanca tapatía. Ojos azules como el firmamento, su cuerpo una obra de arte, su cabello largo y castaño. Pobre, ingenua…sumisa. Me dio la prueba del amor y al natural ¿Cómo ven? Pues claro, este potrillo no se junta con cualquier mula ¡Hay de mi! ¡Hay de mi! ¿Y ahora? ¿Qué hago?... (asustado) ¡Se me van a juntar! ¡Carajo!. A ver, a ver. Tranquilo Luis, tranquilo. Piensa, piensa. ¡Ya sé! Le digo a la Dalia cuando llegue que la veo más tarde en su casa y a Lorena la entretengo en la cafetería hasta que Dalia este ya en su casa, dice que tiene algo muy importante que decirme ¿no?. ¡Si! Es lo que haré. ¡Hay pero que listo soy! (rie).
Dalia (contesta su celular): ¿Bueno? ¡Hermoso! ¿Qué? ¿En mi casa? (triste) pero tengo 3 meses sin verte ¿Qué no me quieres ver? Pero… (sorprendida) ¿Algo importante? Hay, está bien.
Luis (cuelga su celular): ¡Ja! ¡Que listo soy! Bueno, esto ya está arreglado. Ahora falta Lorena. Probemos suerte. (abre su celular)

ENTRA LORENA A ESCENA. SE VE PREOCUPADA.

Lorena (feliz): ¡Cosita! (se lanza a los brazos de Luis)
Luis (sorprendido) : ¿Pero que haces aquí Lore?
Lorena : ¿Qué hago aquí? Pues quedamos de vernos tontito.
Luis (asustado): Pero llegaste antes de tiempo
Lorena: ¿Y? Es que tengo algo muy importante que decirte.
Luis (preocupado): ¿Importante? ¿Qué pasa?
Lorena (feiz): Es que… estoy embarazada y obvio, el bebé es tuyo ¿No es lindo?
Luis (anonadado y asustado): ¿Qué? ¿Qué es lindo?
Lorena: Qué vayamos a ser papás.
Luis: Pero como es posible. Tonta mujer que no me dijo nada, ella tuvo que detener mis instintos, cusca que es. Todo es su culpa insulsa mujer. Desgració mi vida. ¿Y ahora que haré? Esto no lo puede saber Dalia. ¡El dinero! ¡El dinero! Perderé todo mi dinero. ¡Cinco años se irán a la basura! Y todo por su calentura.
Lorena: ¡Pero si te di la prueba de mi amor a ti!

Suena el celular de Luis
Luis (se aleja un poco de Lorena, enojado): ¿Bueno? Te dije que mejor te veía en tu casa. Si, si quiero verte, al rato voy a verte. ¿¡Qué!? ¿¡Estás afuera?!
Dalia: No, estoy casi enfrente de ti. (cuelga su celular) ¿Y está quién es?
Lorena (sorprendida) :¿Tu eres la drogadicta? ¿Dalia no?
Dalia (mira feo a Luis): ¿Pero como…? ¿Ah? ¿Drogadicta?
Lorena: Luis y yo vamos a ser …

Luis (nervioso): Dalia ella es Lorena. Lorena ella es Dalia. Nos vemos.

LUIS SALE DE ESCENA.
 
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