Son las nueve de la mañana y Benito despierta. El sudor cubre
su cuello y su ancha frente repleta de arrugas y manchas cafés. La primera
imagen que se le viene a la mente es la de Santiaguito
–santo patrono de Izúcar de Matamoros–;
postrado en su blanco corcel, mientras sostiene una espada, con la capa
saturada de fotografías, mechones de cabello y billetes.
Entre un montón de libros viejos de teología y cartas sin
abrir de algunos feligreses en busca de algún rayo de redención, Benito busca
el discurso que ofrecerá en la misa de hoy. Es el discurso del padre Federico,
quién fuera su antecesor hace ya algunos meses antes de morir por problemas en
el hígado –de tanto escanciarse el vino de la iglesia–. Ese gastado discurso,
que año con año, es sacado del olvido y leído con lozanía ante todos los
devotos que asisten a la misa en honor de Santiaguito
–que son aproximadamente los ciento cincuenta habitantes–.
Todavía con el sueño trepado en la cabeza, se dirige a la
cocina y abre la vieja nevera que aún se resiste a ser substituida. Dentro de
ella sólo hay un par de blanquillos y media jarra de leche –algo amarillenta–,
sin meditarlo mucho, toma la jarra de leche y comienza a buscar dentro de la
alacena alguna taza limpia para servirse. Pero lo único que logra encontrar es
un par de cucarachas que se esconde en la oscuridad de las esquinas del mueble
–Son como los retrasados mentales, los que deambulan por los traspetos de la
iglesia, escondiéndose de los demás, en la oscuridad, porque nadie los quiere.
Ese es el único lugar que la sociedad les da en realidad– dice decepcionado,
mientras comienza a beber de la jarra directamente.
La agriedad de la leche penetra sus papilas gustativas, se
desliza por su garganta quemando las paredes de esta y llega al estómago, el
cual ruge de inconformidad por la basura que yace en él, –Basura, como la
esperanza que piden que les de a cualquiera de sus desahuciados problemas
existenciales–se dice así mismo.
Ya bien despierto, Benito se mira en el espejo de su tocador.
–Si es que existes, dame la fuerza necesaria Señor, susurra. Se persina y
observa las empolvadas imágenes que cuelgan de las viejas paredes de adobe,
buscando en los ojos de aquellos santos y mártires una señal de perdón. Regresa
a la cocina a limpiar los trastes sucios que desde hace 5 días se cubren de
moho. Sin tener suerte, se dedica mejor a acomodar toda la maraña de cartas
viejas, fotografías de años que fueron tragados por el seminario y retiros, una
que otra medalla al merito que llegaron a él durante su servicio al frente.
Las manecillas del reloj le hablan de que las once se
acercan, así que toma el discurso, lo dobla y lo mete entre su habito.
Benito camina entre las bancas de la capilla y comienza a
quitarse la mugre que anidan sus uñas. Mira hacia la imagen de Santiaguito y se pone a pensar en lo
mucho que aborrece a sus feligreses; esas madres argüenderas que lo buscan cada
tres días para pedir consejo sobre sus hijos adolescentes, a los campesinos que
acuden a orar por la lluvia que no ha caído sobre su tierra yerma, a los
ancianos que pasan la mayor parte del día sentados en las bancas durmiendo
–contaminando con su hediondo aroma toda la capilla–, a la viuda demente que va
diario a confesarse –contándole la misma historia desde que él reside en
Izúcar–, a los niños mendigos que frecuentemente entran a pedir una rebanada de
pan. Benito está cansado de ver la injusticia divina caer sobre las espaldas de
estos entes que rondan el templo en busca de palabras vanas y efímeras de
aliento. –Todas son almas sin arreglo, sin salvación. ¿Para qué prolongar su
sufrimiento?, le pregunta a la gran imagen de Santiaguito. –Dime, tú que resguardas todas estás almas en pena,
¿Para qué? ¿Para qué seguir vagando así?
Su monólogo interior es interrumpido por el conserje de la
iglesia, quién le dice que subirá a tocar las campanas. Benito asienta la
cabeza. Se dirige a preparar las ostias y el vino, por que la hora se aproxima.
La gente comienza a llegar; entra cantando himnos de alegría
y de perdón mientras carga en sus hombros todo tipo de ofrendas –desde flores
hasta mole–.
Hombres, mujeres, niños y ancianos llenan las bancas del
templo de Santiaguito. La fe y el agradecimiento se escurren de los ojos de
unos cuantos. Benito sube al altar y recorre con la mirada a toda la
congregación, traga un grumo de saliva y llena sus pulmones con el hediondo
olor que flota en el aire.
Las piernas le tiemblan un poco, pero sabe que es lo mejor
para todos. Pide una oración por todos los presentes y por sus pecados, por los
que ya no están y por la gloria –que según el protocolo marca– les espera al
final de la vida en la tierra. La misa comienza y con ella el final.
Benito le da lectura a salmos y versículos especialmente
seleccionados para la celebración, mientras que hace un recuento de las frentes
agachadas pidiendo redención a sus pecados. Prosigue con el discurso del padre
Federico, impregnándose de la devoción que yace en la mirada de cada uno de los
devotos. El protocolo eclesiástico continúa, al igual que la cuenta regresiva que
los acerca –según Benito– a la paz eterna. –Esta es la sangre de Cristo, que
fue derramada para la salvación de la humanidad, consagremos el cuerpo y la
sangre de nuestro Señor–. El sudor
aparece de nuevo y rueda por la papada de Benito, el tiempo se suspende y el
sonido se turba un poco. Una cuenta regresiva nubla su mente y todos contestan
en forma de coro
–¡Amén!
Benito sonríe, mientras la espada de Santiaguito atraviesa su
pecho, cayéndole desde arriba.
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