Cada
vez que Josué pasaba por ese lugar apretaba el paso. Sentía como una mirada se
trepaba por su espalda y le susurraba frío.
Josué
sabía que todo lo que tenía era por ella; un nuevo puesto en el tianguis, una
casa de dos pisos y un Golf del año. Acudió a ella cuando las paredes del
callejón –al que él llama vida– comenzaron a estrecharse; a cambio le prometió
visitarla todos los días y llenarla de claveles, cosa que sólo hizo las
primeras dos semanas, cuando vio que sus peticiones eran cumplidas, Josué la
dejó en el olvido.
Los
meses brincaron de uno en uno, las cosas iban cada vez mejor. Pronto abría un
nuevo local en La Lagunilla y compraría una camioneta para transportar la
mercancía. La suerte caminaba de la mano de Josué. La vida ya era sólo una
lozanía que reposaba en su sillón. No tenía ya ningún tipo de preocupación,
podía quedarse perfectamente sentado, sin hacer nada y sólo ver como las cosas
fluían. Josué era bendecido y lo sabía. Pero una parte de él le advertía que
debería cumplir su palabra y visitar aquella estatua –de tamaño persona– que estaba en la esquina de su
calle. Pero la desidia lo volvía a sentar en su cómodo sillón.
–Cuando
menos te los esperes, la Flaquita te
agarrará como el Tigre de Santa Julia, cagando. Le dijo su mamá mientras le
peleaba el control de la televisión.
–Bahh,
contestó Josué –aunque muy en el fondo sabía que era cierto.
La
noche se metió por la ventana. Josué –cansado de no hacer nada, como siempre–
se quedó dormido.
Entre
sueños una mano huesuda lo acariciaba, mientras le decía:
–¿Ya
te olvidaste de mi, verdad? Nada más me usaste, como cualquier animal en celo.
Pero ya verás mi amado Josué, no hay plazo que no llegué ni deuda que no se
pague.
Josué
no podía despertar, sintió como ella se trepo a su cama y se arropa entre sus
sábanas.
Cada
vez que Josué pasa por ese lugar aprieta el paso.
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